martes, 9 de febrero de 2010

Jung y Wilhelm

En la introducción a "El Secreto de la Flor de Oro" (Paidós, Buenos Aires, 1972) Jung y Wilhelm escriben:

"Un antiguo adepto dijo: Pero si el hombre erróneo usa el medio correcto, el medio correcto actúa erróneamente.
Ese proverbio de la sabiduría china, por desgracia tan sólo demasiado cierto, está en abrupto contraste con nuestra creencia en el método "correcto", independiente-mente del hombre que lo emplea. En verdad todo depende, en esas cosas, del hombre, y poco y nada del método. El método es ciertamente sólo el camino y la dirección que uno toma, mediante lo cual el cómo de su obrar es la fiel expresión de su ser. Si esto no es así, el método no es más que una afectación, algo artificial aprendido como un agregado, sin raíces ni savia, sirviendo al objetivo ilegal del autoencubrimiento, un medio de ilusionarse sobre sí mismo y escapar a la ley quizás implacable del propio ser."


Meditacion del marco

Ortega y Gasset - "Meditacion del marco"


Viven los cuadros alojados en los marcos. Esa asociación de marco y cuadro no es accidental. El uno necesita del otro. Un cuadro sin marco tiene el aire de un hombre expoliado y desnudo. Su contenido parece derramarse por los cuatro lados del lienzo y deshacerse en la atmósfera. Viceversa, el marco postula constantemente un cuadro para su interior, hasta el punto de que cuando le falta tiende a convertir en cuadro cuanto se ve a su través.

La relación entre uno y otro es, pues, esencial y no fortuita; tiene el carácter de una exigencia fisiológica, como el sistema nervioso exige el sanguíneo, y viceversa; como el tronco aspira a culminar en una cabeza y la cabeza a asentarse en un tronco.

La convivencia de marco y cuadro no es, sin embargo, pareja a la que primero ocurriría comparársele: la del traje y el cuerpo. No es el marco el traje del cuadro, porque el traje tapa el cuerpo, y el marco, por el contrario, ostenta el cuadro. Es cierto que a menudo deja el traje al descubierto una parte del cuerpo; pero esto nos parece siempre una pequeña locura que el vestido comete, una negación de su deber, un pecado. Siempre la cantidad de superficie corporal que el traje descubre guarda proporción con la que oculta, de suerte que al hacerse aquélla mayor que ésta deja el traje de ser traje y se convierte en adorno. Así, el cinturón del salvaje desnudo tiene carácter ornamental y no indumentario.

Pero tampoco es el marco un adorno. La primera acción artística que el hombre efectuó fue adornar, y ante todo adornar su propio cuerpo. En el adorno, arte primigenio, hallamos el germen de todas las demás. Y esa primera obra de arte consistió sencillamente en la unión de dos obras de la naturaleza que la naturaleza no había unido. Sobre su cabeza puso el hombre una pluma de ave o sobre su pecho ensartó los dientes de una fiera, o en torno a la muñeca se ciñó un brazalete de piedras vistosas. He ahí el primer balbuceo de ese tan complejo y divino discurso del arte.

¿Qué misterioso instinto indujo al indio a poner sobre su cabeza una lucida pluma de ave? SIn duda el instinto de llamar la atención, de marcar su diferencia y superioridad sobre los demás. La biología va mostrando cómo es aún más profundo que el instinto de conservación el instinto de superación y predominio.

Aquel indio genial sentía en su pecho una confusa idea de que valía más que los otros, de que era más hombre que los otros; su flecha sibilante era en el tupido bosque la más certera e iba rauda a buscar bajo el ala la vida del ave con plumas preciosas. Esta conciencia de superioridad yacía muda en su interior. Al poner sobre su cabeza la pluma, creó el indio la expresión de esa intima idea que de si mismo tenía. ¿La pluma sobre él era tan sólo para que los demás la mirasen? No; la pluma vistosa era más bien un pararrayos conque atraer las miradas de los otros y verterlas luego sobre su persona. La pluma fue un acento y el acento no se acentúa a sí mismo, sino a la letra bajo él. La pluma acentúa, destaca a cabeza y el cuerpo del indio; va sobre él como un grito de color lanzado a los cuatro vientos.

Todo adorno conserva ese sentido, que se hace patente en el trazo oblicuo e indicativo de la pluma sobre la frente del salvaje: atrae sobre si la mirada, pero es con ánimo de hincarla sobre lo adornado. Ahora bien, el marco no atrae sobre si la mirada. La prueba es sencilla. Repase cada cual sus recuerdos de los cuadros que mejor conoce y advertirá que no se acuerda de los marcos donde viven alojados. No solemos ver un marco más que cuando lo vemos sin cuadro en casa del ebanista; esto es, cuando el marco no ejerce su función, cuando es un marco cesante.